En las calles eternas, aparecen los kioskos de flores multicolores
que me obligan a detenerme en el recuerdo. Entonces, con una lenta
velocidad de obturación, se disuelve el movimiento del fondo y sólo
quedan estas flores, caras inmóviles; cadáveres hermosos cuya sonrisa se
complace con la esperanza de ser entregados en un acto de dulzura;
muertos que se exhiben tan previos a su descomposición, y divagan entre su naturaleza perentoria y los aditivos sintéticos que conservan su belleza.
Cuando
camino en Buenos Aires “con la frente marchita”, intermitente me
deleito en la mirada de los mil rostros por segundo, las interminables
tiendas de comercio que parecen ser siempre la misma, siempre una
repetición de la calle anterior que me introduce lo que veré después,
procuro el suelo para no pisar alguno de los soretes que hay en cada
cuadra, teniendo en cuenta que parece que de cada cincuenta personas,
diez están paseando un perro o más; estoy a punto de asquearme de la
ciudad, pero entonces aparecen los kioskos de flores multicolores. Y Pienso en el jardín mi abuela que es mi madre y algo más; en los jardínes de sus hermanas, en especial el de Silvia Rosa y en el de mamaita (la señora maría), y con una cuota necesaria de nostalgia vuelvo a casa.